En el pequeño estuche dorado se acumulaban los comprimidos. Tendrías que responsabilizarte una vez más de recordarle que debía tomarlos. “¡Me queréis matar entre todos! ¡No pienso tragar más veneno!” dijo Carolina cuando lo hiciste, aventando el estuche. Te tocó recoger todas las pastillas, una vez más.
Se fue directa a la cocina, no te dio tiempo a verla entrar. Estruendo de platos rotos, ollas retumbando contra el suelo, gritos y más gritos. “Tú no me quieres, nadie me quiere ¡tendría que haberte abortado!” Y después, los lloros. Ahora era el turno de ir a consolarla.
Hecha un pantano de lágrimas soltaba lamentos, mil perdones. Tuviste energía solo para soltar un suspiro. Pero esta vez parecía que recapacitaba. No, habías tenido esa sensación mil y una veces antes, no debías dejar cabida a la esperanza. Esa noche tomó seis pastillas. “Para compensar” dijo. No ibas a corregir algo así. Mejor no despertar al monstruo.
En el estuche la cantidad de pastillas se empezaba a reducir. Estuvo tres días tomándolas religiosamente. Quizás más de las que tocaban. Por eso estaba adormilada y más hinchada que de normal.
Al cuarto día te permitiste una salida al cine con tu amiga Eva. Al volver a casa ella esperaba en el rellano. Lágrimas, sollozos. “¿Por qué me abandonas? ¡Te importo una mierda!” Empezó a recorrer la casa chillando, tirando cuanto encontraba al suelo, contra las paredes. Sentiste miedo. Corriste al baño, te encerraste.
Estuvo aporreando la puerta al menos diez minutos. Hasta que se cansó y volvió a dedicarle la atención a los objetos de la casa. El sonido provenía ahora del otro lado del pasillo.
Era tu oportunidad para salir corriendo.
Abriste la puerta y te dirigiste velozmente hacia la salida de la casa. No podías esperar al ascensor, los peldaños no acababan. Ya fuera del edificio volviste a escuchar sus gritos, te giraste.
Esta vez desde el balcón. “¡Ingrata, egoísta!¡Me quieres matar!” Continuaban los gritos, ya no merecía la pena intentar entender el contenido. Y la vergüenza… Todos los vecinos asomados a sus ventanas. El espectáculo.
Volviste el cuerpo y caminaste hacia no sabías donde. Y de pronto un golpe. Todo se te hizo negro. Y luego la acera estrujando tu mejilla. Un líquido caliente deslizándose por tu pelo, cubriéndolo de rojo. Y allí, rodeada del mismo líquido una cajita, un destello dorado. Después, todo negro de nuevo.